Luego de 11 horas de trabajo, sin mucha esperanza, subes a un carro y sientes que Vivaldi te recibe en vivo. Es él, el muchacho del violín que pasea por la Av. Bolívar y por un sol nos trae a los clásicos, por una moneda de cualquier valor te hace sentir culto.
No distingues bien su rostro, sacas el celular para tomarle una foto. Es algo nunca antes visto, un muchacho del conservatorio regalando su talento cuadra a cuadra. ¿Qué historia traerá en sus cuerdas?¿Serán las fibras de la pasión o del hambre las que inspiran sonidos del barroco?
Son las 10 de la noche y el violín rojo no descansa, me mira y pide una estación más. No logro llegar a la mitad del verano para tomar la foto que me dispuse. El joven insiste en regalarnos el otoño, pero el cobrador lo ve como su otro, un extraño, y decide botarlo en el siguiente paradero.
Mucha belleza para costumbres tan chabacanas. La forma en que lo expulsó del vehículo fue la alegoría del choque entre lo hermoso y lo grotesco.
Así me quedé sin historia y sin foto, solo un recuerdo musical. Un regalo caro que quise pagar. Un poquito de amor en el alma.
Solo debo hacer algo, salir otro jueves tarde del trabajo y buscar el invierno. Ya viene julio.